IMÁGENES DE DIOS: LA EXPERIENCIA DE LO FEMENINO Y LA MATERNIDAD EN DIOS

CECILIA PÉREZ MORA


Imágenes de Dios:

La experiencia de lo femenino y la maternidad en Dios.



Introducción


En este breve escrito presento una de las imágenes de Dios que, quizás de manera inconsciente, el ser humano ha dejado en el olvido, resguardándose en el confort de la evidencia más explícita e inmediata de la Revelación enseñada por Cristo, en cuanto que, Dios se nos presenta como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En las siguientes líneas esbozo mi parecer sobre la femineidad en Dios y su relación materna con sus amados hijos.


Comprensión de la imagen y relación con lo divino


Siendo creados a “imagen y semejanza de Dios”, entiendo que el “artista divino” ha dejado su huella en nosotros, cincelando parte de sí en su creación. Desde este punto, podemos encontrar respuestas a la pregunta sobre el ser humano con relación al sentido de la existencia, interrogante que incesantemente y a lo largo de la historia ronda en nuestro inquieto razonamiento. 


Para comprender la realidad, el ser humano necesita más que ideas inmateriales, precisa aterrizar el misterio, palparlo, hacerlo propio, reconocerle para entender. Para una persona que está explorando su dimensión espiritual y religiosa, o bien, aquella que ya está inmersa en el creer, la búsqueda del sentido tiene, sin duda, una especial relación con la imagen que se posee de aquel en quien depositamos la fe, dado que la divinidad es fuente de vida, del origen y destino de la humanidad. Justamente esta es la forma como ha actuado Dios, entendiendo la necesidad humana se ha encarnado para darnos acceso al misterio.


La relación que tenemos con el Dios de nuestra fe va a depender de la comprensión que asumamos de éste, entendimiento supeditado a la información y experiencia heredada principalmente de aquellos que nos han encaminado en la fe -como nuestra madre, abuela, padre, abuelo, amigos, algún familiar, etc.- pero que, con el paso de los años y la madurez, podemos transformar sutilmente, complementándola, engrandeciéndola, cambiando de opinión, e incluso, se puede nublar o dejarla en el olvido, pues si esta no se nutre con la vida comunitaria, en lugar de posicionarse como certeza y relacionarnos íntimamente con Él, corre peligro de subsistir meramente como una idea.


Retomando lo dicho al inicio y respaldada por la antropología cristiana, si Dios ha dejado algo de sí en nosotros -como el alfarero que da forma a su obra y entrega su alma en ella, o la chef que integra el amor como ingrediente secreto a su rica comida- ¿Dios comparte rasgos con sus criaturas? No sólo Dios es el tú del ser humano, sino que este ser viviente es el tú de Dios; cuando Dios mira a su criatura, se encuentra reflejado en ella (hasta el punto de que en un cierto momento de la historia habrá un ser humano -Jesucristo- que irradiará la gloria de Dios). Crea entonces, a un ser correspondiente, crea a una persona, única e irrepetible, y de un valor insustituible.


Entonces, mujeres y hombres somos el tú de Dios, siendo inferiores -criaturas- somos como Él, pero ¿en qué soy como Dios si de sus características no poseo ni la omnisciencia, omnipresencia, no soy ni el principio ni el fin, no soy tantas cosas? Y es aquí cuando comprendo que me creó como ser viviente, dotado de cuerpo y alma, como persona humana… no divina, y entiendo que, al ser semejanza del creador, ha compartido cualidades que me hacen única entre los demás seres vivos, principalmente y al igual que Él soy poseedor de razonamiento, tengo la capacidad de amar, soy capaz de orientar mi vida a un fin (libertad), tengo el anhelo de comunión con Dios, mis semejantes y el mundo; entre otras cosas. Ahora bien, si todo lo que somos responde a la semejanza con Dios -menos el pecado- el hecho de ser creados con características distintivas de feminidad y masculinidad (no hablo de la categoría sexual de ser mujer u hombre), implica efectivamente que lo masculino y lo femenino (vale decir la totalidad del ser humano) está presente en Dios.



La visión femenina del misterio trinitario 


La dotrina cristiana nos enseña que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, un sólo Dios en tres personas, que crea, salva y santifica. Se suele identificar a Dios con lo masculino, ya que así entendemos la figura de padre e hijo, sin embargo, en esta comunidad de amor, el Espíritu es aquello que contiene la fuerza, la pasión, el ardor, como dice Leonardo Boff, “el amor, la bondad, la solidaridad, la compasión, y todas las demás virtudes tienen que ver con el Espíritu Santo”, todas especialmente conexas con el desarrollo de lo femenino. Es importante que recuperemos lo femenino en el entendimiento sobre Dios, pues al tiempo que el creador es Padre e Hijo, también engendra la vida de su criatura cual Madre, vislumbrando así que en el misterio trinitario existe paternidad, filiación y maternidad.


Cada cultura ha proyectado su forma de vida en la deidad depositaria de sus confianzas. Por ejemplo, aquellas culturas dedicadas a la agricultura relacionaban sus dioses con la figura materna, debido a la importancia de la fertilidad de la tierra; así como los pueblos eminentemente bélicos se relacionaban con dioses guerreros. Por ello, la realidad influye en la deidad y a la vez, la comprensión de la deidad influye en la realidad y la relación que se tiene con ésta. Para el judaísmo, la comprensión del origen de la vida y, por consiguiente, el cristianismo, parten de un Dios que crea ex nihilo, por medio de la palabra, sin necesidad de lo femenino, lo que deriva en la anulación de este rasgo en la visión más actual del misterio trinitario y los coletazos que esto significó para dignidad de la mujer. Se olvidaron de que más abajo, en las mismas páginas, se destaca, "a su imagen los creó, macho y hembra los creó" lo cual es reflejo del propio Creador.  



Dios Madre 


Pensemos en las siguientes características de la persona: engendra vida, alimenta, da cobijo, consuela, es sinónimo de ternura y seguridad, es fuente de comunión y un amor inagotable que se desborda. Si bien lo anterior describe al prototipo femenino direccionado hacia una madre, tales características son naturalmente aplicables a Dios, ya que sin titubeos podemos asegurar que Dios ama a esta criatura a la que le ha dado vida. 


Desde el principio y en su infinito amor Dios-relación nos ha concedido un lugar seguro para vivir y a pesar de la desobediencia siempre está para nosotros, acunándonos, amamantándonos, reprendiendo de manera sutil y no tanto, enseñando y abajándose para que comprendamos su mensaje de amor, paternidad-maternidad y salud (salvación). Su amor es tan grande que se derrama en nosotros, tanto, que nuestra seguridad y felicidad es la suya, por ello, el Dios-Madre es nuestra vocación definitiva. 


Mostrándose en Jesucristo como fuente de vida, Dios nos invita a beber de Él (símil de amamantar), "si alguno tiene sed que venga a mi" (Jn 7,37). Asimismo, la madre da de beber su leche a la frágil criatura como alimento que confiere vida. Antaño era imposible la sobrevivencia de él o la lactante sin la leche que brota del seno materno y/o de la nodriza, no se concibe la subsistencia humana sin ese alimento y cobijo. Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, compara su alma como la del niño que mama y goza de la leche de su madre, pues es el Señor quien le alimenta (Camino de Perfección 31,9); y san Agustín confiesa que, como hijo depende y necesita de Dios, nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti, "¿qué soy sino una criatura amamantada con tu leche y alimentada con la comida que nunca perece?" (Confesiones, i, 1,1). Personalmente, la maternidad ha sido un descubrimiento y una apertura a la comprensión, un caer en cuenta y un nuevo aprecio por la existencia; desde la impresionante e inquietante sensación de albergar vida en el interior; el deseo de conocer paso a paso el desarrollo de esa pequeña personita que se va formando; el cuidado de la propia alimentación para alimentarlo a él; el gran esfuerzo y dolores que implica la lactancia; las noches de desvelo y cansancio en estado de alerta para custodiar sus sueños y salud; la felicidad que produce ser su fuente de alegrías, consuelo, abrigo, confianza, entre muchas otras cosas. Pero especialmente, el gran impacto que he experimentado, posterior a conocer sus inmensos ojos cafés y maravillosa sonrisa, es el acto de lactancia, por tanto, en ella, y de manera completamente desinteresada, le doy todo y lo mejor que hay en mí solo para que él crezca bien y feliz, pues me necesita y a pesar de absolutamente todo, mi deseo es siempre estar ahí para él. Dicha experiencia es única, puesto que involucra lo físico -el acto de amamantar y la leche que alimenta - como lo mental y anímico -nuestro estado influye en la leche que producimos y ello afecta directamente al recién nacido- algo que un hombre puede acompañar y apoyar, quizás asemejar, pero nunca experimentar en totalidad. Finalmente, la cálida seguridad que da una madre en su regazo a su bebé que se siente asustado, enfermo, o cansado, es un símil al acompañamiento amoroso que nos ofrece Dios en nuestras vidas: "Como uno a quién su madre consuela así yo os consolaré" (Is 66,12-13).



Conclusión


La femineidad no es algo exclusivo del ser humano, pertenece a las personas (humanas y divinas), pues como semejantes al Dios trinitario, en él se alberga todo cuanto somos. Además, como hemos comentado en el documento, dichas características de género no abren brechas entre los seres humano, sino más bien, generan igualdad en cuanto seres vivientes adoptados como hijos del mismo Padre-Madre Dios. 


Siento que, de la misma manera en que el pueblo judío se centró en su condición de pueblo elegido, haciendo caso omiso al llamado y actuar universal de Dios en Jesucristo, igualmente los cristianos han hecho caso omiso a la universalidad del mensaje de Dios, en cuanto que, al encarnarse y mostrar en sí al “Hombre perfecto”, Cristo no hizo diferencia entre judío y romano, entre sanos y leprosos, ricos y pobres, y principalmente, entre hombres y mujeres. El mismo Pablo nos dice en Gálatas 3,27-28: “En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”.


Aún nos falta mucho que comprender en el contexto de nuestra relacionalidad con Dios, el entorno y entre iguales, sin embargo, actualmente se están viendo ciertos resplandores de respeto y reconocimiento a la mujer, y a su dignidad eclesial. Sueño que en mi ser Iglesia, esto no quede en fulgores nada más, y por, sobre todo, que no sea consecuencia de una moda o presión del entorno, ya que cuando estamos a merced de las presiones sociales, basta con un suspiro para que lo alcanzado se torne aletargado y se vaya diluyendo.



Mg (c) Cecilia Pérez Mora

Académica Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía

Universidad Católica de la Santísima Concepción

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