CONTINENTES NO-HABITADOS: REBELDÍA

ALEKSANDRA NAWROCKA



“Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común”. Esta frase de Eduardo Galeano, un poeta y profeta uruguayo, la recibí como frase de felicitación por al año nuevo. Coincidió que justo como mi lectura espiritual tenía en la mesa el libro de Albert Camus “El hombre rebelde” (no muy ortodoxo, tengo que admitirlo; mi maestra de novicias estaría escandalizada si se enterara). Y por supuesto todo eso me llevó a pensar sobre la rebeldía y desobediencia, sobre las fronteras que uno empieza a poner cuando obtiene la consciencia de que alguien sobrepasa los límites de sus derechos.

Así empeza el filósofo Camus: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Cuál es el contenido de ese "no"? Significa, por ejemplo, "las cosas han durado demasiado" "hasta ahora, sí; en adelante, no", "vais demasiado lejos", y también "hay un límite que no pasaréis". En suma, ese "no" afirma la existencia de una frontera. Hasta entonces se callaba, por lo menos, abandonado a esa desesperación en que se acepta una situación aunque se la juzgue injusta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aqui que hace frente. Con frecuencia había recibido sin reaccionar órdenes más indignantes. Era con ellas paciente; las rechazaba, quizá, en sí mismo, pero puesto que callaba, era más cuidadoso de su interés inmediato que consciente todavía de su derecho. Con la pérdida de la paciencia, con la impaciencia, comienza, por el contrario, un movimiento que puede extenderse a todo lo que era aceptado anteriormente. El esclavo, en el instante en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. Esa parte de sí mismo que quería hacer respetar, la pone entonces por encima de lo demás y la proclama preferible a todo, inclusive a la vida. Se convierte para él en el bien supremo. El rebelde quiere serlo todo, identificarse totalmente con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado. Cuando no puede más, acepta la última pérdida, que le supone la muerte, si debe ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo, su libertad. Antes morir de pie que vivir de rodillas”.

Entonces todo comienza con la bendita conciencia. En mi opinión personal, admitir el derecho a la libertad de conciencia fue uno de los mayores avances del Concilio Vaticano II. Luego podemos decir que alguien tiene una conciencia “errónea” o que aún la va formando (que ojalá nunca paremos de formarla), pero el dictado de conciencia de una persona es la cosa más sagrada del mundo. Porque es ella la que determina quiénes somos, o mejor dicho, quiénes nos pensamos y sentimos. De allí, paso siguiente, viene el derecho a poner las fronteras y de exigir a los demás que las respeten.

Para eso hace falta expresarse, hablar, a veces incluso gritar. Silencio y aguante rara vez cambian el mundo. Hace falta perder la paciencia, decir “no”, protestar. En mi vida tuve la suerte de poder vivir en lugares y culturas diferentes. Una cosa tengo que admitir: sea donde sea, nuestras culturas promueven el aguante, la paciencia, la obediencia. Esos valores se convirtieron en base de la convivencia tanto en la sociedad como en las religiones. A los niños y niñas les decimos que tienen que comportarse bien, tienen que callarse, tienen que obedecer a los mayores, tienen que ser buenos. A las mujeres maltratadas aún hoy se les aconseja seguir aguantando las palizas de su marido. A los empleados en condiciones infrahumanas les decimos que no protesten, no sea que pierdan el trabajo, que mejor sufrir un poco pero tener asegurado el plato de comida caliente. Así se va perdurando un estado de cosas cada vez más horrible. Crecemos creyendo que no tenemos poder, que no hay nada que podamos hacer para cambiar esa situación. Y así, ya adultos, seguimos creyendo que las cosas simplemente son como son y no pueden ser de otra manera. A veces se logran pequeños avances, cambios de una parte de sistema que de todas formas no le gustaba a la mayoría. Pero cambiar el sistema tal cual… ¡Imposible! Porque el precio de la rebeldía es alto. Es el precio de soledad, de ser rechazados, de ser considerados los raros y los friquís, de no ser elegidos a los puestos de importancia.

Recuerdo una charla de un sacerdote que hablaba de las reformas en la Iglesia. Decía que la reforma de Lutero no fue hecha de una manera correcta porque llevó al llamado cisma de Occidente. Por otra parte, la reforma del Vaticano II que se hizo pacíficamente, aún después de décadas está aún por implementar. Le pregunté: ¿Cuál entonces es la manera correcta de reformar para que sea efectivo y se guarde la comunión? Me respondió: la primera condición es QUERER reformarse, ver la necesidad del cambio, sentir la urgencia. Poner las fronteras: “hasta aquí y no más”. Pero hasta que se cobre la conciencia de la necesidad de reforma, tiene que haber muchos locos-rebeldes dispuestos a dar su vida por lo que creen aunque la mayoría aún esté lejos de percibirlo. Así que a todos los que leáis estas palabras, os deseo un año lleno de pequeñas rebeldías, y quizás algunas más grandes, para que ocurran cosas grandes, cambios grandes, que todos necesitamos, aunque no lo veamos.

ALEKSANDRA NAWROCKA

RELIGIOSA POLACA EN VIETNAM, PEDAGOGA Y TEÓLOGA   

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