* PEDRO PABLO ACHONDO MOYA
Quería escribir sobre otra cosa y probablemente desde otras emociones, pero me es imposible. Siento una variedad de sentimientos y una profunda sensación de fracaso. Para contextualizar, me refiero a las elecciones del plebiscito el pasado 4 de septiembre en Chile. Lo sucedido me hizo pensar en otros fracasos, míos propios y de gente cercana, familia y comunidades. Fracasar forma parte de la vida, no cabe duda. Algunos lo hemos experimentado en carne propia y lo hemos acogido con un profundo espíritu de liberación, pues fracasar puede también transformarse en un cambio. Un cambio hacia otros rumbos y la inesperada posibilidad de recorrer otros caminos.
Hace ya varios años, allá por el 2006, siendo estudiante de teología en Belo Horizonte, en un curso con el gran teólogo jesuita Joao Batista Libanio, fallecido el 2014, escribí una reflexión sobre Jesús que titulé “Una teología del fracaso”. Mi punto en aquel trabajo fue remarcar el escándalo de la cruz y que era saludable detenerse ante el Crucificado sin siquiera pensar en la resurrección. Detenerse ante la cruz, en ese silencio sombrío de saber que había muerto el amor. Que lo habían silenciado y humillado.
Con el tiempo he ido haciendo mía esa dimensión, la de la cruz. Fue mi tema de investigación, 8 años después de aquel ensayo en el curso con Libanio, durante mi Magister en Teología Moral y Práctica en Francia. Recién ahora, que escribo estas líneas me doy cuenta de esto. Me dediqué dos largos y hermosos años a pensar el dolor, a comprender e interpretar, a la luz de la fe, el sufrimiento. Para, por un lado darle respuesta al cristiano adulto y por otro, para adentrarme más en tamaño misterio, que de alguna u otra forma, yo también padecía. Sin arrebatarme la alegría profunda, pero haciéndome cargo de la impotencia y conmoción que implica una mística de ojos abiertos. La teología latinoamericana y una espiritualidad pascual me han llevado a seguir profundizando en el sentido y presencia de la cruz. La mía, la de los otros, la del mundo y la de la historia. Hoy agregaría, pues en esto he estado indagando estos últimos años, la cruz del planeta. De nuestra entre comillas "casa" que no es tan común.
Durante esos años conversé con personas que habían atravesado el caos del sufrimiento, trabajé en la cárcel de mujeres, la mayoría migrantes de Europa del Este y África, acompañando y celebrando la esperanza. Y profundicé mucho en la teología de la liberación y la espiritualidad y escritos de la teóloga luterana Lytta Basset. Todo ello me ha llevado a resignificar el fracaso. A entenderlo como una de las dimensiones más hondas de la vida humana. Una especie de recordatorio de que somos humus, de que somos criaturas y como se dice coloquialmente -pero con cuanta sapiencia- simples mortales.
Sin embargo en esa resignificación del fracaso tomamos conciencia de que siendo humus devenimos en compost, es decir materia viviente y fecunda para la continuación de la vida. De que siendo criaturas, somos llamados y amados por el/la Creador/a. De que siendo simples mortales, somos en realidad bellas pascuas sucesivas. Efectivamente la cruz es símbolo del fracaso. Allí no hay triunfo, incluso asumiendo la libertad de la entrega. Allí hay dolor, ruptura, herida y silencio.
Nos hace bien detenernos allí y caer en la cuenta de que el fracaso, desde la lectura creyente, es posibilidad de algo totalmente nuevo y distinto. Más aun, es posibilidad de resurrección. Aquel acontecimiento sin analogías que desarma la totalidad de nuestras expectativas.
No esperaba escribir algo que tuviera un tono autobiográfico, pero así fue. El fracaso del plebiscito, para quienes esperábamos una transformación honda y estructural; para quienes apostábamos por la continuidad de un proceso largo de cambio político, cultural y social -¡histórico en estas laderas del sur!-; fue duro y desolador. Por eso la pertinencia de volver sobre el fracaso de la cruz, de parar ante el fracaso del amor donado, de la libertad compartida y del mensaje de liberación a los oprimidos e invisibilizados de la historia. La cruz nos ayuda y me ayuda. La cruz me permite silenciar las expectativas y echar a andar otros procesos desde las cenizas. Pues el fracaso no es inmovilizador ni frena nuestros pasos, incluso en la angustia. El fracaso nos lleva a Emaús y en el camino pasan cosas lindas y nos arde el corazón.
En el camino del “postfracaso” vamos reconociendo otras interpretaciones y lecturas de la historia. En estos caminos suceden encuentros inesperados y fuerzas renovadas para vivir -nuevamente- pascuas de vida buena.
Hay que saber fracasar. Con un grupo de amigos bromeamos llamándonos “montañistas sin cumbre”. Un bonito nombre para quienes lidiamos con el fracaso y sin autoflagelaciones ni lecturas masoquistas acogemos la impotencia de la vida y la humildad de nuestros aportes. Sabemos que nada podemos sin el Amor. Sabemos que solo Dios -el de Jesús en la cruz- es capaz de consolar y darle un giro inesperado a la historia humana. Sabemos que quienes nos llamamos discípulos y discípulas del Nazareno y hacemos de nuestra vida su vida; el fracaso está allí entre los ingredientes de una profunda espiritualidad de lo cotidiano y pequeño. Somos artistas del fracaso fecundo y desde allí seguimos construyendo y acogiendo vida.
Pedro Pablo Achondo Moya, chile, Teólogo y poeta
Una hermosa y lúcida reflexión.
ResponderEliminarGracias
El fracaso nos lleva a Emaus, gran imagen. Gracias
ResponderEliminarAsumirlo, aceptarlo con serenidad y alegria del.alma y del cuerpo
ResponderEliminarMuchas gracias emocionante texto
ResponderEliminarEse 4 de septiembre tuve ganas de que se me quedara el dolor del fracaso marcado por muchos días. Vivir a fondo esa decepción al punto que se marque en mi historia, porque la entiendo con otras/os, con flora, fauna, aguas, montañas, etc. Abrazos desde el sur 🌿
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